Boquerón: “donde el mar convive con el color”

Por Luis Joel Méndez González / Para La Isla Oeste

Cabo Rojo. Era un viernes como cualquier otro, a eso de las 5:30 de la tarde y el sol desparramaba sobre el mar sus tonalidades doradas. El viento empujaba los veleros y los pescadores con su humilde indumentaria de trabajo, amarraban los botes al tablado porque pronto anochecería.

Iba en búsqueda de una experiencia que me hiciera sentir vivo nuevamente, por lo que fui al Poblado de Boquerón en Cabo Rojo, sintiéndome atraído por sus colores repletos de esperanza, regocijo y alegría.

Pude sentir que la sangre recorría nuevamente mis venas y poco a poco recuperé el pulso, una vez el sol se asentó y llegó la noche.

Percibí la diversidad de personas con distintas ideologías, edades y nacionalidades, viviéndose al igual que yo la experiencia de estar en el poblado, donde anualmente en verano se celebra el Festival del Orgullo Gay; y en enero el Festival de los Reyes, dos icónicas celebraciones que conglomeran las masas.

En adición a estar pintadas estas imágenes en los murales de los negocios, también podían encontrarse en distintas viviendas en la zona y paredes de estructuras abandonas. (Foto: Luis Joel Méndez / La Isla Oeste)

A cada paso, me topaba con peatones que observaban detenidos los murales surrealistas que pintaron jóvenes en las paredes de algunos establecimientos con el anhelo de revitalizar el área tras el embate del huracán María, según me comentaron comerciantes de la zona.

El parador Boquemar en Boquerón, desde donde fue tomada esta foto, fungió como refugio para personas sin hogar tras el embate del huracán María. (Foto: Luis Joel Méndez / La Isla Oeste)

Esa noche entré a la pizzería “Terramar”, donde cené y me tomé una cerveza. Salí del local rumbo al Parador Boquemar -donde me estaba hospedando- y aunque me vi tentado de bailar en cada negocio del camino, donde la música estaba sabrosa, seguí mi camino. En un rincón de la calle se sentían las frecuencias bajas del reguetón; en otro, el ritmo sabroso de la salsa.

El poblado es un mosaico compuesto por personas que conversan y ríen a carcajadas. Otras aprovechan para admirar artesanías o degustar almejas ofrecidas en cada uno de los 25 quioscos de venta.

A eso de las 11:30 de la noche llegué a mi habitación y quedé dormido, con las ventanas abiertas pues olvidé cerrarlas. Las horas pasaron y amaneció el día siguiente. Un olor a frituras entró por la ventana como intrépido y despertó mi apetito. Así que me levanté un tanto despelucado y hambriento.

A las 11:00 de la mañana había quedado encontrarme con mi familia en el poblado. Caminé hasta el restaurante “Los Remos”, donde ordené un plato de huevos fritos, churrasco y papas salteadas. ¡Y que rico estaba!

Mi familia llegó antes de lo esperado y nos dirigimos al Balneario de Boquerón, que aunque está cerrada el área de las cabañas, se le conoce como el centro vacacional más grande del Programa de Parques Nacionales de Puerto Rico. Allí se puede disfrutar de la arena, el mar y el sol hasta el caer de la tarde, con una vista privilegiada a las montañas y del otro lado el horizonte.

El Balneario de Boquerón es considerado uno de los mejores en el mundo según el “Blueflag Word Class Beach Directory”. (Foto: Luis Joel Méndez / La Isla Oeste)

Iba de regreso al Parador Boquemar cuando me topé con un vendedor de frappés, que hablaba entusiasmado con los transeúntes. Su puesto al lado de una casa azul de madera -construida en el 1930- se exhibe con varias latas de jugo de piña colocadas en forma piramidal.

En esta casita han vivido cuatro generaciones distintas. Dona Miriam es quien la adueña actualmente. En ocasiones, saca una vitrina al balcón para vender frituras con café. (Foto: Luis Joel Méndez / La Isla Oeste)

Me acerqué a él para extenderle mi mano.

– Saludos, usted es el caballero; le dije agarrándome confianza.

– Seguro que sí, ¿Qué cuento quieres escuchar? me expresó, mostrándome sus canas, arrugas y ojeras que aparentan ser el saldo de 56 años de vivencias en la costa de Boquerón.

Don Waddy Ortiz Cruz me contó que su padre trabajó como camarógrafo, en un teatrito que ubicaba dentro del mismo poblado de Boquerón. Recordó que hace 56 años, cuando a penas era un preadolescente, la entrada solo tenía un costo de cuatro centavos o un huevo. Según él, el lugar contaba con dos timbres: el primero avisaba al público que podía entrar al teatro; el segundo, que las puertas debían cerrarse.

“Recuerdo que ahí había un salón de baile que ponía música todas las noches. Me gustaba sentarme junto a mi hermano en la costa y mirar hacia allá, porque cuando peleaban, todos brincaban al agua y salían nadando de ahí”, enunció Don Waddy apuntando hacia el mar con su celular, donde antes ubicaba Villa del Mar.

Levantado sobre el mar, se encontraba ubicado el salón de baile “Villa del Mar”, que se caracterizaba por su largo tablado desde la costa hasta el mismo. (Foto: Luis Joel Méndez / La Isla Oeste)

“Boquerón era familiar; ha cambiado. Recuerdo que mi abuela hacía un asopao’ del que primero comía el barrio, luego su familia… (Ahora) la gente es más solitaria, aunque el Poblado ha cambiado para bien, sea estructural o económicamente”, puntualizó.

El lugar en donde ubica este edificio, fue donde alguna vez estuvo construida la casa en donde Don Waddy fue criado. (Foto: Luis Joel Méndez / La Isla Oeste)

Una que otra persona se sumó al relato de Don Waddy para escuchar sus anécdotas. Sin embargo, comenzó a llover y nos dispersamos.

Ya de regreso en mi habitación, abrí la puerta del balcón, saqué una silla y me senté a escribir hasta que cayó el sol. Allí, desde el balcón de la habitación 76, el mar se aprecia en perfecta armonía con los colores que pintan y dan vida al Poblado de Boquerón.

 

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