Por Vionette Pietri, J.D.
Cuando era niña vivía eternamente enamorada de mi abuela. Era verla tan bella, tan distinguida, con su piel blanca color rosado, su cabello gris tan bien arreglado, su olor a rosas y su distintivo polvo marca Maja que me encantaba sentir cuando la besaba. Mi abuela era mi salvación para todo. En ella me refugiaba cuando tenía miedo, pesadillas, cuando sentía deseos de llorar. Cuando niña era bastante retraída. La separación de mis padres a los 4 años, abonó en el proceso pues quería estar con ambos y no entendía era misión imposible.
En ese tiempo, no quería estar lejos de mi abuela. Así que le dije a mi madre que quería vivir en la casa de mi abuela con mi padre y mis tías paternas. Mientras mi madre vivía a horas de distancia. Ella me llevaba al Colegio Presbiteriano en Mayagüez, el pueblo de Puerto Rico donde nací. Si no la veía a la salida de clases, mi mundo se derrumbaba. Cuando la veía era inmensamente feliz.
Mi abuela se encargaba de crear un mundo para ella y para mi. Yo era bastante caprichosa. Ella tenía toda la paciencia del mundo. Me preparaba la comida que me gustaba, me consentia como nadie. Recuerdo que ambas teníamos varios rituales. Como por ejemplo, que escondía en una parte de la nevera mi postre preferido, el de acerolas. Solamente yo sabía dónde estaba ese tesoro, que para mí sabía a gloria. Recuerdo en una ocasión que decidí tirarme por la chorrera y fui a su habitación, tomé el polvo de marca que tenía color blanco y lo usé para resbalar mejor y divertirme más. Ella entre regaños, besos, y disimuladas risas, me decía que hice algo que estaba muy mal. Nunca me dio una nalgada. Solamente me daba amor. Era como un hechizo el que sentía por ella. Siempre quería estar con ella pues me aceptaba tal como era, y me hacía sentir amada y segura.
En ocasiones para dormir con ella, pues a todos los nietos nos hacía cosquillitas con sus uñas largas, me inventaba que tenía una pesadilla. Ella me recibía con mucha alegría. En otras ocasiones, ya siendo adolescente y universitaria, hacia lo mismo. O le pedía que se fuera a mi habitación y que me contara alguna historia hasta que me durmiera.
Así pasaron los años y por cosas de la vida me tocaba regresar una y otra vez a su hogar. Era mi “safe place” donde me olvidaba del dolor, del maltrato.
Mi abuela cocinaba como los dioses. Era una aventura entrar a su cocina. No sé cómo lo hacía todo tan perfecto, tan exquisito. Lo más sencillo, lo convertía en un plato gourmet.
Si se iba de viaje yo lloraba hasta que me montaba en el avión con ella. Cada vez que me separaba de ella era muy difícil. Recuerdo verla llorar cuando me fui a estudiar leyes. Sin embargo, la vi llena de orgullo cuando regresé con el diploma de mi doctorado. Ella me apoyaba en todos mis proyectos. Le encantaban las mini faldas. Era una mujer moderna y revolucionaria. Recuerdo que cuando tenía la escuela de danza y el gimnasio, se tiraba al piso conmigo a pintar los cruzacalles. Me encantaba ir de shopping con ella. Yo era quien elegía todos los regalos para ella obsequiar los días señalados, pues confiaba en mi criterio.
Lo que siento y sentí por mi abuela desde niña, es un sentimiento que no puedo explicar con palabras. Le debo quien soy. Ella me salvó de todo. En sus brazos era la nieta más amada del mundo. Antes de morir me dijo unas palabras que nunca olvido: “Eres la reina de la familia. Nadie como tú.” FInalizó diciéndome al oído: “Le encargué a un santito para que te cuide.” Ahora que no está, me doy cuenta de que fui tan privilegiada. De que heredé su color de piel, su firmeza de carácter. Sobretodo me doy cuenta de que el hechizo de mi abuela es eterno.
La autora es abogada, conferencista internacional, empresaria y Directora de la Fundación Baila Corazón. Visita su sitio web: http://www.latinasempowerment.com